martes, 7 de febrero de 2023

 

Sentir el cine: un listado honesto.


No son pocos quienes desdeñan los listados de fin de año. Muchos críticos suelen

descalificar estos ejercicios acusándolos de ser estériles y narcisistas; los más

cínicos vociferan argumentando que es imposible abarcarlo todo en tan solo unas

líneas. El objetivo de estas listas, aparentemente sencillo, siempre suele guardar

un dejo de grandilocuencia: la instauración de un nuevo canon. Los listados, como

la crítica, son un intento de definir lo clásico: elegir las obras que serán

salvaguardadas contra la brutalidad del olvido. Esta misión presuntuosa más que

ser una simplificación del año fílmico, es una consagración. El cónclave se celebra

religiosamente cada diciembre; los clérigos llaman a sus devotos y dictan la

eucaristía.

Los resultados a veces son insólitos: películas fantásticas son ignoradas y filmes

insignificantes son encumbrados en lo más alto. El capricho es convocado y

celebrado. ¿Cómo, entonces, abordar una lista sin tropezarse con la parcialidad?

Esta empresa parece ser un despropósito; la crítica rara vez es desinteresada:

siempre explora las curiosidades del escritor, autodefiniéndolo en el proceso.

Tiende puentes, pero también los dinamita. Los críticos, muchos lo olvidan, son

mucho más que masa encefálica y tejido neuronal tratando de articular una idea.

Si la subjetividad es indisociable de la crítica, mucho menos un listado de fin de

año, que parece encerrar en su génesis todos los vicios del mundo. Escribir un top

10, un listado numérico, es desechar, ignorar y en muchas ocasiones ser

partidario de la lisonjería. Es una misión tramposa y que en ocasiones reduce el

fenómeno cinematográfico a una competición olímpica o que tiene más en común

con un espectáculo mercantil.

Hay listados, más honestos, que hablan desde el corazón. Imposible no hacerlo:

ciertas películas, como los enamoramientos, se meten de golpe. A veces es difícil

entender que es lo que nos embruja de ellas; son tormentas incontrolables que

nos dejan pasmados. La labor del crítico es precisar estas sensaciones y

transcribirlas en pensamientos racionales, aunque esto muchas veces sea

imposible; el enamoramiento siempre es irracional y solamente fiel a su propia


lógica. Los listados, por esto, siempre serán arbitrarios y absurdos. Esta es la

única manera de leerlos.

En el listado que me ha sido encomendado, propongo suprimir los números, pero

también el pudor. Nombraré los sitios en que vi las películas, algo sobre mi estado

emocional al momento de verlas y otros detalles que pudieran ayudar a entender

al lector el porqué de mi elección. Es un listado diferente: confesional, libre y

honesto; si algo es desconcertante en algunas listas es su falta de transparencia:

la incapacidad del critico para justificar su elección. Esto, se debe, a que el gusto

muchas veces es indescifrable. ¿Cómo explicar que a muchos el hígado vacuno

les parece una exquisitez, mientras a otros les parece algo execrable? El

psicoanálisis podrá intentar comprender esto, pero eso, ya se sabe, corresponde a

un asunto de fe.

Esta, pues, es mi lista de las películas más importantes del año. Las cintas que

nombraré a continuación me estimularon intelectual y emocionalmente. Son,

algunas de ellas, películas que me acompañarán en los años venideros, aunque

eso, todavía me es imposible saberlo del todo. El tiempo, decía Borges, es el

único antologista, o el único, tal vez.


El peral silvestre (Nuri Bilge Ceylan, Turquía)


Había leído comentarios variados de la cinta antes de decidirme a verla. A pesar

del entusiasmo que tengo por el cineasta turco, la larga duración me desalentaba

(188 min). Pensé, debo confesar, que era una mejor idea ver la película por

televisión. Fue un amigo el que me animó. Acudí por la tarde al Cinépolis Diana -

un cine céntrico de la ciudad de México- algo ansioso por querer ir a beber y más

expectante por el partido de futbol que se celebraría esa noche. Cuando salgo de

la sala, todo me parece distinto, como pasado por un filtro extraño. Ceylan, deudor

del cine de Tarkovsky, igual que en Sueño de invierno (2014), opta por hacer un

filme hiper dialogado y repleto de conversaciones filosóficas. Mi sensación al dejar

la sala es la de haber tenido un “momento”, como si se abandonase un recinto

sagrado. El mundo se ha transformado. Pienso en mi padre, con quien no siempre


he tenido la mejor de las relaciones. Pienso en el durante el trayecto de regreso.

Pienso. Pienso. Pienso. Le marco por teléfono.


Cold war (Pawel Pawlikowski, Polonia)


Espero en una larguísima fila a las afueras del palais des festivals en Cannes. El

calor no amaina y comienza a volverse insoportable. Hay una gran expectativa. El

primer pase de prensa arroja comentarios extremadamente positivos: “es una

joya”, le escucho decir a una reportera inglesa. Entro al teatro lumiére y quedo

deslumbrado con la fotografía y con un par de secuencias que me parecen

monumentales. La película, sin embargo, no me atrapa y decido dedicarme a

pensar en otras cosas: revisar mi presupuesto del viaje, pensar en una visita

próxima que haré a Barcelona y, sobre todo, planear la proyección que estoy

próximo a dar. Es hasta que mis colegas se desviven en elogios hacia la cinta que

comienzo a repensarla y a prestarle algo de atención. Me gusta. Pasan los días.

Me gusta un poco más. Comienzan a hechizarme por las noches Tomasz Kot y

Joanna Kulig, que no dejan de recordarme a Mastroiani y a Jeanne Moreau en La

Notte (Antonioni, 1961). Pasan meses. La cinta va creciendo dentro de mí. Vuelvo

a ver la película durante el festival de Morelia, esta vez entusiasmado y algo

emocionado por ver la respuesta mi novia y J, un querido amigo colombiano. A los

dos les encanta: la discutimos apasionados en un puesto de tacos. Pawlikowski,

cineasta elegantísimo, ha filmado la mejor de sus películas, un amargo relato

sobre los vaivenes de la historia; un filme encantador y entrañable. Le digo a mi

novia terminando la función, todavía afectado por el final: “no nos separemos

nunca, ¿no?”. Me sonríe.


Las Herederas (Marcelo Martinesi, Paraguay)


Son las doce del día. Tomo un taxi rumbo a la cineteca nacional. Estoy contento

porque desde hace unas semanas espero ver Las Herederas con impaciencia.

Tengo el extraño presentimiento que será genial. Vi un tráiler lacónico en internet,

pero que parece estar en consonancia con mi estado emocional y mis intereses

del momento. Entro al cine expectante, como hace mucho tiempo no hacía. Apago

mi celular y me sumerjo en la oscuridad de la sala. La cinta no decepciona: me


encanta. Me da algo de envidia ¡qué manera de debutar! Regreso en metro a mi

casa feliz y pensativo. Las herederas me parece maravillosa, acaso la mejor

película latinoamericana del año. La ópera prima de Martinesi es un relato sencillo,

casi anecdótico, sobre la decadencia de la aristocracia paraguaya, pero también

una cinta sobre la emancipación y la fragilidad de la vida. Todo es narrado con un

pulso firme y con una sutileza atípica en un director debutante. La actriz principal,

Ana Brun, da una actuación extraordinaria. Tiene un aire que me recuerda a mi

difunta abuela. La siento cercana, pienso, mientras llego al metro Copilco.


Nuestro Tiempo (Carlos Reygadas, México)


Me reúno con un amigo al que he dejado de frecuentar -llamémosle P.G.-, pero al

que quiero mucho. Nuestra visión de lo que es el cine -o debe serlo- es bastante

afín, y eso, no es poca cosa para dos jóvenes cineastas. Nos vemos a las diez de

la mañana: ambos lucimos cansados, pero entusiasmados. Hemos idolatrado y

seguido a Reygadas desde que nos conocemos. No volteo a ver a P.G. durante la

proyección: siempre he detestado saber que es lo que piensan mis acompañantes

antes de que las cintas terminen. Sin embargo, en una de las secuencias más

hermosas -una epístola que viaja sobre la Ciudad de México-, P.G me toma la

pierna y aprieta con todas sus fuerzas emocionado, como si estuviera a punto de

entrar en una crisis. La cinta nos deja a ambos impactados. Nuestro Tiempo es

genial y caótica, llena de momentos luminosos. Reygadas filma con precisión la

naturaleza: el desmembramiento de un burro, el pasar del viento, la apacible vida

de los toros y el devenir de una familia. Hay momentos de genuina poesía. Es en

el hogar donde la cosa se torna más truculenta: hay diálogos chocantes,

situaciones incómodas -la pareja de la película es interpretada por Reygadas y su

esposa- y también, hay que decirlo, ciertos desatinos. La sensación cuando ha

terminado la película es que se ha visto algo prohibido, endosado solamente a los

más voyeristas. Cine provocativo, sin gratuidades, ni concesiones. P.G y yo

abandonamos la sala, devastados. Primero no decimos nada, después, nos

sumimos en una platica que durará horas y donde emergerán varios momentos

catárticos. Dato curioso: desde que vimos la cinta, P.G. y yo hablamos casi todas

las semanas.


Rostros y lugares (Agnés Vardá, Francia)


Oda a la vida bucólica francesa hecha con humor, simplicidad e ingenio. Vardá

escucha a los campesinos, los observa, juega y siente con ellos, de paso,

elevándolos a figuras mitológicas. La mirada es empática y humana: difícil no

contagiarse. Veo la película en casa de mi novia por un sitio ilegal de películas en

internet. Cuando termina la cinta -hay un final descorazonador que involucra a

Godard- los dos tenemos los ojos llorosos; vamos a la sala y cada uno abre una

cerveza. Lo que sigue después es una de las tardes más entrañables del año:

platicamos sin tapujos y nos emborrachamos, en medio de ginebra, nostalgia y

cigarros.


Hasta los dientes (Alberto Arnaut, México)


En mi natal Saltillo, se exhibe esta película sobre dos estudiantes asesinados en

Monterrey, la ciudad colindante. Uno de ellos es mi paisano. Rara vez voy al cine

en mi ciudad y siento que tengo un deber moral en asistir. Me imagino a la sala

abandonada y se me rompe el corazón. Llego puntual y me llevo una grata

sorpresa al ver que bastante gente acude a la función. El documental, una de las

cintas de denuncia mejor narradas de los últimos años, me destroza el alma. No

es impotencia, sino rabia: el papel indolente de las autoridades escolares, la

mezquindad del ejército mexicano, la descomposición del tejido social en el norte

del país. La película es como un batazo en la cabeza; conozco a varias personas

imputadas de encubrir el crimen que aparecen en la película, reconozco las calles

donde viví y, lo peor: la frustración de los familiares de las víctimas me recuerda a

los míos el día que descubrimos que mi prima había sido asesinada. Lloro

saliendo de la sala. Por la noche, me emborracho salvajemente con ron: voy a la

cama intranquilo y devastado. Me pregunto: ¿cuántos casos más así existirán en

México?


Ana, mi amor (Călin Peter Netzer, Rumania)


Filme juguetón y laberintico, reminiscente a Blue Valentine (Derek Cianfrance,

2010), ese desmoralizador filme que a muchos nos rompió el corazón. Esta cinta

rumana, sin embargo, es mucho más intrincada: todo sucede durante una sesión

de psicoanálisis, lo que vuelve a los recuerdos del personaje inciertos. Todo

parece enquistado de neurosis o adulterado. Las posibilidades interpretativas son

infinitas. Obra que explora las relaciones de pareja, las trampas de la memoria y el

poder de la psique; filme rumano extrañamente apolítico, doloroso, emotivo.

Después de verlo en la cineteca un domingo por la noche, recuerdo no parar de

hablar por más de dos horas seguidas, como imitando al personaje principal. Mi

novia me escucha. Le hablo de la posibilidad de retomar las sesiones con mi

exanalista. Al terminar de parlotear, me siento aliviado. No siempre se puede ver

una buena película. No siempre te pueden escuchar.


Aniquilación (Alex Garland, EUA)


Obra de ciencia ficción metafísica que es también una película pirotécnica y un

filme de aventuras; cinta compleja y profunda, pero de fachada liviana. Mi sorpresa

es mayúscula al verla. Hay una secuencia en particular que me obsesiona: una

mujer se desvanece y se fusiona con la criatura que le mató. De la criatura -una

suerte de oso mutante- emana la voz suplicante de la mujer. La escena me

provoca escalofríos y me impide dormir. Trato, pero no lo consigo. Veo un filme

húngaro para adormilarme, pero sucede lo contrario: el filme me gusta (En cuerpo

y alma, Ildiko Enyedi) y termino durmiéndome a las seis de la mañana. Meses

después de la primera vista convenzo a mi hermana y a su marido de verla. La

discutimos en la terraza de la casa entusiasmados y descubro que la cinta es

mucho más rica de lo que creía. Tiene una dimensión religiosa, dice mi cuñado

con seguridad. Yo escucho, fascinado y agradecido, primero de una linda familia,

segundo, de que exista el buen cine.


Ariel Gutiérrez Flores

DICIEMBRE, 2018

Historia portátil del cine punk: Hard Core Logo






Pocos géneros musicales tan rabiosos, sincréticos e incendiarios como el punk. Desde su

popularización —a mediados de los años setenta— el género le ha regalado voz a los

desvalidos, ha servido como un reducto de crítica social y, en algunos casos, hasta ha

servido para el más llano cachondeo. Es, invariablemente, el género soberano por

antonomasia. La filosofía que han predicado los caudillos punk desde su inicio, se ha

construido sobre un culto a la libertad, la doctrina del Do It yourself: ¨Hazlo Tú mismo”.

Esta idea, elogio a la libertad, ha difcultado la constitución de un cine genuinamente punk.

El quehacer cinematográfico, entendiéndose como una pantagruélica industria repleta de

jerarquías, pareciera atentar contra la quintaesencia de lo que el punk representa. El set, ya

se sabe, es un campo castrense alejado de cualquier razonamiento liberal.




Es por su misma naturaleza, que no podemos hablar de un cine punk, es decir, de un

subgénero cinematográfico —por lo menos en lo que a la ficción concierne —que se

adecúe a lo que el movimiento simboliza, y que además consiga amalgamar sus distintas

facetas. Si existe un cine punk, este pasa mayoritariamente por los valiosísimos documentos

históricos que existen, documentales que retrataron el movimiento desde su génesis, desde

el punk fundacional, pasando por el hardcore norteamericano de los ochentas, hasta la

época actual. Estos primeros documentalistas —muchos de ellos con más impetú que con

talento— sentían una nececidad, casi primaria, por retratar lo que sucedía a su alrededor:

los primeros toquines de The Clash, Johny Thunders, y Siouxsie an the Banshees en el

Roxy; los primeros pasos de los Ramones, Television y Patti Smith en el CBGB; las

revueltas en los barrios proletarios londinenses; y las modas callejeras que comenzaban a

surgir tanto en East Village (Nueva York) como en Camden Town (Londres). La mayoría

de estas producciones rayaban en el amateurismo, eran películas modestas hechas en

formato Super8 que buscaban emular el cinema verité (en esa época popularizado gracias a

los fantásticos documentales de Frederick Wiseman, Jean Rouch y sobretodo por los

hermanos Maysles).




Uno de los primeros documentalistas que se encargaron en retratar el movimiento fue Don

Letts, un disck jockey devenido en cineasta, que capturó a bandas icónicas en The Punk

Rock Movie; en ésta película se recogen —durante cien días— las actuaciones de grupos

británicos en el mítico club Roxy durante mil novecientos setenta y ocho: The Slits,

Generation X, The Heartbreakers, Sex Pistols et al. Un año antes, Wolfgang Büld, alemán,

filmó otro valioso documento histórico, acaso con mayor noción cinematográfica que Letts:

Punk in London. En la película de Büld, además de atestiguar a legendarias bandas tocando

frente a multitudes enardecidas, vemos a los jóvenes punks en las calles: realizando pintas,

hablando sobre lo tediosa que puede ser la música de Black Sabbath, lanzando algún

comentario político al aire.




Letts y Büld estaban maravillados con el estruendo de las guitarras, con las voces

iracundas, pero sobretodo con la autodeterminación que la mayoría de la música despedía:

Johny Rotten, por aquella época, en un momento de inusitada elocuencia, escupiría una

máxima que sería el estanderte de todo el movimiento: When there's no future, how can

there be sin?

Ambas películas contaban con registros significativos sobre una época tan contradictoria

como seductora, pero estaban más emparentadas con un reportaje televisivo, que con una

película como tal. Son filmes naifs, realizados por fanboys, y que olvidaban evidenciar, o

siquiera tocar someramente, cualquier contradiccion ideológica que, dicho sea de paso, el

movimiento ya denotaba.




Durante el mismo año, el setenta y ocho, Derek Jarman —que se convertiría después en

uno de los directores avant garde más populares del planeta— filmaba su segunda película,

Jubilee, tal vez, el primer filme punk de ficción como tal. La película, auténtica rareza

esquizofrénica, trata sobre el viaje de la Reina Elizabeth I al Londres de finales de los

setenta, plagado de caos, violencia, y personajes excéntricos. La película, protagonizada por

Adam Ant (vocalista de Adam and the Ants), es una crítica exótica al thatcherismo y a sus

métodos autoritarios, pero también una celebración de la cultura outsider, o bien, de la

otredad.




Si bien Jubilee estaba contextualizada durante el auge de la cultura punk, tocaba el tema de

manera periférica, con una mirada curiosa, fascinante, pero centrándose en otros temas,

quizá, más universales. La mayoría de las cintas punk venideras —durante los ochentas—

segurían el mismo modus operandi de las cintas británicas: el registro de un escena en

particular o el de una historia convencional situada en un contexto punk; Rock ‘n’Roll High

School (Allan Arkush, 1979), comedia musical chabacana engalanada con los cameos de

los Ramones; The Decline of Werstern Civilitation (Penelope Spheeris, 1981), retrato sobre

la escena punk californiana (célebre por Black Flag, Circle Jerks y X); la cinta de culto

Repo Man (Alex Cox, 1984); Sid & Nancy (1986), también de Alex Cox, mórbido filme

sobre la trágica vida del bajista de los Sex Pistols.




Sería hasta la década de los noventas cuando llegaría la primera gran película de ficción del

género, curiosamente, un falso documental: Hard Core Logo (Bruce McDonald, 1996). No

podía ser de otra manera: ¿no ha sido el documental, desde su fundación, el género

cinematográfico más libre de todos? ¿el más emancipado? ¿el que depende, en menor

medida, de un financiamiento económico? ¿el que retrata con mayor honestidad a los seres

humanos? ¿no es es documental la vía correcta para acercarnos a la esencia de lo que el

punk simboliza?




El falso documental (pseudodocumentary en inglés) se había popularizó por una comedia,

This is Spinal Tap (Rob Reiner, 1984), mockumentary —con esta cinta fue acuñado el

mote— que se se burlaba sobre los documentales musicales, propensos a obsesiones

triviales, sin embargo, el filme de McDonald, excluye burlarse de la forma y centra su

película en las propiedades coléricas del movimiento: las dudas existenciales, la furia

humana, la enajenación social.




La película de McDonald es un falso documental sobre un banda ficticia: Hard Core Logo.

La banda, oriunda de Vancouver, decide irse de gira después de cuatro años de separación.

La excusa perfecta es recabar fondos para un moribundo rockero, Bucky Haight. Durante el

tour sale a relucir la parte más infantil de todos los miembros, pero tambíen la más




primitiva: pelean hasta llegar a los golpes, se cagan en la van del tour, mean en las bebidas

de los otros, se emborrachan, se drogan, insultan a desconocidos, y hasta terminan

sacrificando a una cabra en un ritual lisérgico. La película es una elegía sobre una banda en

decadencia, aunque —como todas las grandes películas— flirtea con varios temas: la

hermandad, el impacto de la vejez, la hipocresía, el idealismo. McDonald mira con cierta

añoranza a la banda, pero no prescinde de la burla: Billy Talent, el guitarrista, dice en voz

en off: “why the hell are two grown men still calling themselves Joe Dick and Billy Talent?

When they gave themselves those names they were 16, 17. The question is, when do they

stop using them? Forty? Fifty Sixty?”. McDonald no ridiculiza a las bandas punk, aunque sí

evidencía su tufillo candoroso: los muestra idiotas, desorientados, contradictorios, pero

también vulnerables y amorosos. Si algo vuelve empáticos a los personajes, es su

fragilidad, la espontenidad de las actuaciones (característica primaria en el falso

documental, donde usualmente se improvisa para conseguir un mayor realismo). Hard Core

Logo nos muestra brillanemente la rabia, la oscuridad perenne e indescfifrable que permea

sobre cientos de músicos; el filme nos entretiene tanto como nos desconcierta. Joe Dick,

vocalista, es una bestia sin redención; John, el introvertido basjita, es un tipo al borde del

colapso; Billy, el guitarrista, acaso el más sensato de todos, es un tipo que mira con horror

como todos se dirigen hacia el precipicio junto con él: Pipe, el baterista, es un libidinoso sin

escrúpulos.

Existen otros ejemplos bastante encomiables sobre cintas punk (SLC Punk!, 1998; Control,

2007; ¡Somos lo mejor!, 2013), pero Hard Core Logo parece señorear el género. Si bien

McDonald se vale de ciertos arquetipos para erguir su relato, ha sido uno de los pocos

directores en filmar inteligentemente el enojo y las contradicciones de toda una generación

—como dice Crabs, uno de los personajes de Derek Jarman en Jubilee—: “This is the

generation who grew up, and forgot to lead their lives”.


@arielgtz

Ariel Gutiérrez Flores


Tampopo




Hace cuatro años escuché del ramen por primera vez. Fue en medio de una plática

trivial de esas que pululan cuando uno está vagabundeando en internet. La chica con

la que parloteaba —una chica animosa, rechoncha y de sonrisa accidentada, aunque

sobretodo guapa—lo sacó al tema cuando hablábamos de cine oriental. Yo, que

siempre me había jactado de ser un conocedor de la cultura japonesa, reaccioné

avergonzado al averiguar tardíamente que el ramen era uno de los platillos insignes

de Japón. No solo desconocía el caldo y su elaboración, sino también lo que se me

revelaría después como la quintaesencia de una cultura: el ramen es, en muchos

sentidos, un platillo que encarna el pensamiento japonés. Su popularización, en

épocas de la posguerra, nació de la necesidad de producir un alimento nutritivo y

económico que pudiera consumirse rápidamente para así aumentar la eficiencia de los

trabajadores. A partir de ese momento el plato adquirió un estatus de culto:

comenzaron a popularizarse los chefs que lo preparaban, se abrieron museos y se

dibujaron mangas. El ramen se sacralizó.


Meses después de mi conversación, en el desangelado barrio de Koto, pude entender

porque los japoneses se someten al platillo como si estuvieran cara a cara frente a una

divinidad: el ramen es una sopa alquímica; enrevesada y colorida; grasienta, pero

cortés —para muchos una aventura metafísica—. Un platillo al que se le profesa tanta

veneración tenía que tener una película. Juzo Itami, actor de algunos largometrajes

socarrones durante los sesentas, filmó uno de los más bellos homenajes que se hayan

hecho sobre el ramen y sobre la comida en general: Tampopo (1985).


La cinta, segunda en la carrera del director, comienza de manera disparatada: un

hombre con aspecto de mafioso (Koji Yakusho, actor fetiche de Kiyoshi Kurosawa)

entra a un cine con su distinguida amante (Fukumi Kuroda). La pareja se acomoda en

las butacas mientras sus esbirros les preparan una mesa repleta de pan, carnes frías y

champagne. El mafioso rompe la cuarta pared: se dirige hacia el lente de la cámara y

lanza una querella contra el público que engulle comida chatarra en el cine. Se escucha


el crujir de una bolsa de papas en las butacas traseras. El mafioso reacciona

violentamente hasta localizar al incauto espectador: “te mataré si vuelves a hacer un

ruido una vez que la película empiece”, le dice con voz amenazante. La escena, absurda,

sirve como manual de etiqueta, pero también para develar el carácter del director:

Itami es un satirista, un purista, acaso un romántico, ¿de qué otra manera se explica

que se haya tomado el tiempo de hacer una película sobre comida? ¡y pedirle a la

audiencia modales!


Este prólogo insólito, aparentemente intrascendente, contiene la esencia del filme: en

él está el estrafalario tono que permea a lo largo de la narración. Tampopo, la mayoría

del tiempo, es como un plato de shoyu ramen: es un filme gozoso, caótico y

predominantemente juguetón. Itami no vacila para obsequiarse concesiones: apenas

emerge el título de la película y cualquier escenario parece asequible. El director no le

teme a los esparcimientos narrativos ni a los formales. Si en el prólogo rompe la

cuarta pared, en la primera secuencia de la película nos zambulle en un engaño

metaficcional. En esta secuencia, exageradamente solemne, observamos como un

maestro le enseña a su discípulo el arte de comer ramen: el mentor le pide a su pupilo

que observe el tazón, aprecie los aromas, palpe la sopa, se disculpe con el cerdo, etc.

Como audiencia intuimos que estamos frente a dos personajes relevantes dentro de la

historia, para después descubrir que estamos siendo victimas de un engaño narrativo:

el maestro y el discípulo son en realidad producto de la imaginación de Goro (Tsutomu

Yamazaki, actor en Barba Roja, Kagemusha, et al), un trailero con fachada de John

Wayne y Gun (Ken Watanabe), su deslucido acompañante. Los dos traileros manejan

durante una noche lluviosa y se entretienen contándose historias. A partir de este

punto se desprenderá la historia principal: Goro y Gun, agobiados por las horas de

manejo y hambrientos por la parábola del maestro y su discípulo, se detienen en un

local de ramen. El lugar, modesto y descuidado, está repleto de tipos con mal aspecto y

una sonriente cocinera que lleva por nombre Tampopo (Nobuko Miyamoto, mujer de

Itami hasta el día de su muerte). La cocinera, delicada y bella, es una candorosa madre

soltera incapaz de preparar un plato decente de ramen. Los comensales lo saben y se

lo hacen saber: “¿por qué utilizas un naruto tan apestoso?”, “estás fuera de moda”,


“¿por qué mejor no renuncias?”. Goro, indignado por el maltrato, sale en defensa de la

cocinera: “¿Por qué no te callas?”, le dice al más quejumbroso de la clientela. La

discusión deviene en zafarrancho. Tampopo, conmovida, le implora ayuda al trailero:

“¡quiero convertirme en una verdadera cocinera!”, le dice agitada a la mañana

siguiente. El trailero, a pesar de su aspecto brusco, parece ser un intelectual del

teppan: un sapiente y misterioso maestro zen. Goro —todavía maltrecho después de la

trifulca— accede a ayudar. La tarea a la que se aventurará el extraño dúo será tan

deliciosa como difícil: cocinar el ramen perfecto.


El régimen de adiestramiento al que Tampopo se somete es similar al de Rocky (John

G. Avildsen, 1976) o al de alguna película Wuxia. Itami no le teme al pastiche ni al

delirio, al contrario, construye su película sobre él. En Tampopo el absurdo es rey: los

personajes principales —Goro y Tampopo— son abandonados arbitrariamente

cuando a Itami se le da la gana. Hay momentos, hacia la mitad de la narración, donde

parece que navegamos hacia la nada; el hilo conductor se desdibuja. Tampopo, sobra

decirlo, no es un película de personajes, sino de sensaciones: es un cine de ideas,

liberado de formulas. Muchas de estas ideas, sin embargo, parecen estar en bruto y

concebidas al azar. Tampopo, en sus peores momentos, parece un sketch fallido de los

primeros Monty Python y no una sátira filmada por Buñuel (hay quien la compara con

películas como El discreto encanto de la burguesía y El fantasma de la libertad).


Esta heterogeneidad, por otro lado, hace que Itami pueda abordar el tema de la

comida desde todas sus acepciones: la comida como utensilio afectivo, como medio de

esparcimiento, y como trinchera emocional. El sexo aquí juega un rol preponderante;

es alimento vital. Hay una historia paralela que involucra al gangster del inicio y a su

amante —en ella ambos utilizan la comida para potenciar el acto sexual—: se pasan

una yema de huevo de boca en boca; el gangster, ya encendido, reviste a su amante de

jugos, cremas, y hasta de langostinos. La escena es elegante, maravillosa, y

profundamente erótica. Está habitada por una pulsión de vida. Hacia la parte final de

la cinta veremos la contraparte: una poderosa secuencia donde una moribunda madre

cocina la última cena para su familia.


Tampopo —que podría parecer una película somera en papel— es en realidad un

intricado estudio de cómo los japoneses se relacionan con su comida. Itami, además,

aprovecha el asunto para destapar algunos vicios arraigados en su cultura como el

hermetismo y las pretensiones occidentales de las clases privilegiadas. En la cinta

existe una escena genial donde asistimos a un ridículo curso de cómo devorar pasta

italiana de manera apropiada. Otro de los puntos más altos y extravagantes del filme

—una escena sencillísima, estúpida y aparentemente irracional— involucra a una

viejecilla pícara y sus intentos por manosear cuanto producto sea posible en un

supermercado. Este humor descabellado está inscrito a una tradición familiar:

Mansaku Itami, padre de Juzo, fue un importante satirista durante la década de los

treintas. Las ideas de Juzo, sin embargo, probaron ser más corrosivas que las de su

padre: se cree que los Yakuza lo mataron despues de ridiculizarlos en una de sus

últimas películas (Minbo, 1992).


Si bien la cinta aparenta ser a ratos una encantadora ensaladilla de ideas sin pies ni

cabeza, es mucho más consistente y reflexiva de lo que parece: es oda sobre la vida y

la muerte en clave culinaria (los créditos finales corren sobre una madre

amamantando a su hijo), farsa sobre los usos y costumbres japoneses, trasnochado

homenaje a Leone, y valiente defensa de los pequeños placeres. Este último tema no es

novedoso y ha sido trato con anterioridad, pero rara vez con tanto desparpajo (no es

casualidad que la cinta haya influenicado a cineastas y cocineros por igual). Tampopo

—sobra decirlo— es una película japonesa en el más amplio sentido de la palabra.

Dicho de otra manera más transparente: es una cinta extraña y fascinante.


Ariel Gutiérrez Flores

@arielgtz


PUBLICADO EN BUTACA ANCHA 03/07/2017

martes, 18 de octubre de 2016

Apuntes sobre Holocausto Caníbal y el found footage film.




Existimos en una época embelesada por la simulación, no es secreto a voces. Cada vez nos es mas difícil la contemplación de un acto real, a veces, hasta vivirlo. El FIFA —el videojuego deportivo por antonomasia—sustituye al fútbol cancha en miles de hogares, acaso porque no demanda ni la rigidez atlética ni las destrezas sociales de un partido real; la pornografía, a su vez, consigue algo similar en su campo: burla las vicisitudes eróticas —esos actos calamitosos e imprevistos que pueden suscitarse haciendo el amor o en pleno cortejo—: el traspié lingüístico, las palabras mal acomodadas, los malentendidos carnales. Todo lo alcanza, irremediablemente, a través del simulacro, del confortable artificio. No es una casualidad que el point of view sea uno de los subgéneros porno en boga. Entre más real, mejor. El remedo de los solitarios.

El tamagotchi —otra de las invenciones extravagantes de la cultura japonesa, ahora devenido en reliquia— fue el sustituto ideal de las mascotas por un tiempo: nos absolvía del regaño paterno y construía un acorazado al derredor de la culpa. Nos protegía del peso salvaje y brutal de la realidad, un simple botón bastaba para revivirle en caso de un descuido. En este caso —como en los dos ejemplos anteriores— se manifiesta uno de los grandes padecimientos que aquejan a nuestro tiempo, la alienación social, probable fruto de un desmesurado culto a la virtualidad. Desde hace tiempo existe una manía por imitar la realidad de la manera más fidedigna posible, sin embargo, en la actualidad parece que nuestro arrimo a la veracidad funciona solamente como sustitución: algunos museos tienen hologramas en vez de obras (véanse las fascinantes salas del museo Leeum en Seúl); las charlas vespertinas en el café han transmutado en conversaciones relámpago por el WhatsApp; las actividades físicas por simuladores de distintos temperamentos. 

Muchas personas prefieren el simulacro a la realidad, quizás porque en el simulador, en el mundo inventado, desaparecen los obstáculos e impedimentos del mundo real. ¿No es el simulacro, a veces, un intento estéril por refinar la realidad? ¿un intento por volverla más seductora? Baudrillard decía en Olvidar a Foucault (1978), cínicamente, que lo real nunca había interesado a nadie. El filosofo francés intentaba expresar una inquietud de nuestros tiempos: la incapacidad moderna de discernir entre lo real y lo imaginario. 

En el cine de masas, recientemente, se ha priorizado el uso de tecnología 3D sobre el tradicional 2D, los estudios cinematográficos, eternamente obsesionados con la pirotecnia, tratan de reproducir con mayor autenticidad algunos escenarios aparentemente inasequibles: las batallas navales, las balaceras interminables, las acostumbradas persecuciones automovilísticas. Muchas secuencias actuales —incluso películas enteras—parecen subordinadas al uso de esta ciencia. Cada vez es más común ver que una explosión o la acción de un personaje esté filmada de tal manera que este justificado el arrojo demencial de objetos incandescentes hacia las butacas. En las peores películas algunos personajes aparecen tiranizados por estos recursos técnicos.

Uno pensaría que en el cine de terror —probablemente el género cinematográfico más rentable de todos— se abusaría de este recurso hasta el hartazgo, sin embargo, desde hace unos años, y particularmente desde la aparición de El Proyecto de la Bruja de Blair (Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999), se ha producido un fenómeno peculiar e interesante: el publico, encandilado con la hiperrealidad de nuestros tiempos, ha demandado un acercamiento ecuánime al miedo, no exigiendo la transformación del cine en una casa de sustos a través de artilugios tecnológicos como podría conjeturarse, sino en la de un escenario con tintes voyeur. Si El proyecto de la bruja de Blair fue un trancazo en taquilla, es porque el publico tenía la sensación de estar observando algo terrible y real, incluso de ser cómplice de algo prohibido. El miedo pasaba por lo ominoso. En la cinta norteamericana jamás conocemos al producto de nuestro terror. Existe un despojo de ornamentaciones narrativas y trucos fantasmagóricos; el verdadero terror de la cinta no es la bruja, sino otro: el quedarse extraviado e impotente en el bosque, el estar abandonado ante la naturaleza y su inevitable deliro. La estética casera del videocasete robustecía esta idea y los astutos mercadólogos de Artisan Entertaiment explotaron esta idea con una alucinante campaña publicitaria: hicieron pasar la película como real, accidentalmente convirtiéndola en una legítima leyenda urbana. El filme recaudó millones de dólares (costó poco menos de treinta mil) y ayudó a revivir un subgénero cinematográfico extraviado en los meneos de la historia: el found footage film, otra de las especies híbridas entre el documental y la ficción.

La obra fundacional de este subgénero posiblemente sea Holocausto Caníbal (Ruggero Deodato, 1980), una alegoría sensacionalista sobre sensacionalismos; una matrioska fílmica deudora del mondo, terriblemente exasperante, y sin ningún asomo visible de humanidad. El relato, en sus primeros minutos, comienza de manera sugestiva: la música nostálgica de Riz Ortolani —frecuente colaborador del giallo—nos advierte lo que estamos por presenciar: un grupo de cineastas etnógrafos se encuentran perdidos en la amazonia. Una misión de rescate se organiza: Harold Monroe (Robert Kerman), un sosegado antropólogo neoyorquino, accede a ayudar. En la misión de rescate atestigua toda clase de sucesos abyectos: los guías de la expedición resultan ser unos psicópatas impúdicos, la ablación una practica usual en la selva, el destripamiento humano una tarea gozosa. Monroe, de manera inverosímil, se encuentra sereno: está metido de lleno en su misión. Después de mimetizarse con una de las tribus —no sin antes devenir antropófago— consigue dar con los restos de la tripulación y con un invaluable tesoro: media docena de latas de celuloide. 

De vuelta en Nueva York una cadena de televisión se ofrece a transmitir el material. Los ejecutivos mezquinos —en la línea de Network, (Sidney Lumet, 1976)— pretenden lucrar con el documental. A partir de este momento el relato se vuelve metaficcional, el punto de vista subjetivo. Entramos como espectadores a la sala de edición y nos zambullimos enérgicamente en la ferocidad de los rushes

El material rescatado es terrorífico, aunque peor es la actitud desvergonzada de Deodato. El director no titubea cuando de mostrar humillaciones se trata, los espectadores somos testigo de un desfile de vilezas; asistimos al sacrificio de animales reales: el degollamiento de un coatí, el desmembramiento de una tortuga, la decapitación de un mono, et al. Si el impacto es mayúsculo y estremecedor, es porque Dedodato ha puesto ese espectáculo bestial solo para nosotros. Para nuestro entretenimiento más burdo. Nos sentimos cómplices del agravio, de fisgonear en donde no debemos, de inmiscuirnos en lo prohibido. Vila-Matas decía en Doctor Pasavento —citando un proverbio japonés— que hay que lavarse los ojos después de cada mirada. En Holocausto Caníbal esa incómoda sensación nos recorre a lo largo de la película.

Después de esta revista de atrocidades, todavía hay más: un aborto bestial, una violación grupal, y los prometidos destazamientos humanos. La manera descarnada y realista en las que están filmados estos sucesos dejarían perplejo hasta al más petulante de los valientes. No hay duda que el mayor acierto de la película es su ejecución técnica: el vaivén del sonido, las veladuras, los cortes abruptos, la operación parkinsoniana de la cámara. Todos estos artificios vuelven más real a lo real; hay una verdad potencializada. 

Deodato tenía un irrefutable talento para la puesta en escena, aunque su mayor fortaleza era otra, no una virtud escénica, sino alquímica: la brillante idea —no obstante perversa—de desdibujar las fronteras entre la ficción y el documental, entremezclando muertes reales (animales) con muertes ficcionalizadas (humanas). ¿Qué es real y que no lo es en Holocausto Caníbal? Si esta idea franquea por nuestra cabeza por lo menos una vez durante el metraje, solo puede significar una cosa: el director italiano ha dado en el clavo, nos hemos internado en terrenos desconocidos y fatigantes, en lugares donde la única gobernabilidad es el caos, en la broma del misterio. ¿Esa violación multitudinaria fue real? ¿las vísceras humanas tienen ese color carmesí? ¿eso que vemos en pantalla es el acto más terrorífico que una retina puede encontrarse? Podemos conocer la historia a fondo, saber que la película pertenece a cierto momento coyuntural, que todo es un juego cruel de un italiano megalómano, pero el asombro nunca derrama certeza. Hay espacio para la duda, y eso siempre será aterrorizante. La culpa termina por violar a la mirada. En un punto de la película, una de las ejecutivas le dice al profesor Monroe: “Today people want sensationalism, the more you rape their senses the happier they are”. Esta frase, paradójica e ingeniosa, es una duplicación del argumento: un inteligente juego de espejos. ¿Acaso las tácticas crueles de Deodato no son una violación de nuestros sentidos? 

Holocausto Caníbal, más que expandir los límites de lo real, pretendía ser una filípica en contra de los periodistas italianos de la época, que envueltos en un frenesí dionisiaco, no se daban abasto con el secuestro de Aldo Moro (entonces presidente de Democrazia Cristiana). Si bien los reporteros de la RAI no incurrían en actos barbáricos, sí fomentaban el escándalo: imploraban el sensacionalismo, cazándolo como halcones. La idea de hacer un antimanual sobre ética documentalista no era novedosa, lejos de Italia, en el Valle del Cauca, se había filmado una diatriba en clave cómica contra la mezquindad fílmica latinoamericana (pornomiseria): Agarrando pueblo (Luis Ospina, Carlos Mayolo, 1978). El divertido mockumentary estaba en las antípodas del filme de Deodato; mientras uno buscaba reflexionar sobre el oportunismo y la indecencia creativa en el cine ríendo, el otro lo hacia amedrentando. Man Bites Dog (Rémy Belvaux, André Bonzel, Benoît Poelvoorde, 1992), una obra rabiosa sobre la ética y las características infecciosas de la violencia, lograría amalgamar sutilmente ambas emociones: matrimoniar risa y espanto. En los tres ejemplos citados existe una preocupación satírica por definir cuales son los límites morales que cada cineasta debe trazarse. ¿Cuándo intervenir y cuando no? Holocasuto Caníbal es el ejemplo más naif y radical de los tres, acaso también el más efectivo: en la escena del destazamiento de la tortuga hay un instante de realidad inquebrantable: la script girl (Francesca Ciardi) vomita ante el espanto de la escena. En su mueca de susto, en la espontaneidad de su rictus, podemos atisbar la sinceridad de su asco. La escena —como muchas otras— fue realizada de forma improvisada.
Francesca Ciardi estaba verdaderamente conmocionada por las técnicas sádicas de su director. Como espectadores, como humanos, es casi imposible no empatizar con ella, solo basta con verle los ojos fulgurantes de terror para hacerlo. 

Este sadismo cinematográfico estaba acompañado de un discurso anticolonialista —hay un par de guiños a la literatura de Conrad—que demarcan a Holocausto Canibal de otras películas serie B. Si bien hay una objetización del cuerpo femenino y un uso injustificado de sexo y violencia (que raya en el absurdo), el largometraje presenta dos o tres hipótesis válidas: el encuentro entre civilización y barbarie deviene ineludiblemente en un topetazo funesto; los medios suelen distorsionar impunemente la realidad a su antojo; la cofradía fílmica está muchas veces regida por la avaricia. “I wonder who the real cannibals are?”, dice la famosísima y multicitada frase final. 


Cannibal Ferox (Umberto Lenzi, 1981), una de las burdas imitaciones que siguieron después, hacía una omisión importante con respecto a la original: desdeñaba al lenguaje cinematográfico, la parte que volvía terrorífica a Holocausto Caníbal, pero también obviaba la homilía pesimista sobre la condición humana. Lenzi también erigía su película en la parte más sórdida y necia, el shock, el sobresalto, pero olvidándose de la técnica. La violencia animal —otra vez bestial—: el degollamiento de un marrano, la incisión de un lagarto, la decapitación de una tortuga, es insuficiente para escandalizarnos cuando hay una ausencia de forma. ¿Entonces qué nos producía tanto temor en Holocasuto Caníbal? Deodato podía ser cínico, incluso despiadado, pero nunca ingenuo. El italiano comprendía perspicazmente el poder del lenguaje cinematográfico.

El gran Sergio Leone reconoció en su momento las aptitudes de Deodato, y se mostró entusiasta del estremecedor realismo de Holocausto Caníbal. Cuando el largometraje se estrenó, le mandó un lacónico mensaje a su colega: «Caro Ruggero, questo sarà il tuo cavallo di battaglia, ma ti causerà gravi problemi con la giustizia». Leone actuó como oráculo: Holocasuto Caníbal fue un filme importante en su época, un imprevisto éxito en taquilla que ayudó a constituir dos subgéneros cinematográficos significativos en el cine de horror. Aun con todo esto, la película se revistió de infamia y fue vilipendiada por grupos conservadores desde su estreno: un magistrado milanés ordenó el arresto de Deodato bajo cargos de obscenidad y ordenó el confiscamiento de todas las copias apenas diez días después de su exhibición en salas. Todo los actores que participaron en el crew, sospechosamente, se encontraban desaparecidos. En realidad, conminados por la producción, habían sido obligados a firmar un contrato para permanecer en el ostracismo y así embadurnar a la película de misterio. En Francia, una revista de variedades, inocentemente, sugirió que el largometraje podía ser snuff. El director fue arrestado por un breve tiempo hasta que se comprobó su inocencia. 

La fórmula, sin embargo, probó ser efectiva décadas después: los artificios típicos del terror se tornaron decimonónicos: las atmósferas inquietantes, la iluminación tenue, la música lúgubre, los efectos especiales disparatados, todos, los antiguos clichés del género, fueron relegados por otros más flamantes: los cortes abruptos, las elipsis arbitrarias, y la desdichada shaky camera. El público, embriagado de objetividad después del éxito de la bruja de Blair, reclamaba un cine real, uno de acuerdo a los tiempos. Los productores le correspondían al auditorio y demandaban, a su vez, un cine de acuerdo a sus bolsillos. Hacer una película de terror con espíritu documental, era, ostensiblemente, una verdadera ganga. Un axioma infalible. El found footage comenzó a señorear, desde ese momento, las taquillas internacionales. 

Actividad Paranormal (Oren Peli, 2007) rodada en siete días y con un presupuesto de quince mil dólares, recaudó casi doscientos millones; REC (Balagueró, Plaza, 2007) fue un taquillazo mundial y parió, inevitablemente, varias secuelas infumables (tanto en España como en Estados Unidos).


Cloverfield (Matt Reeves, 2008) tuvo también notoriedad, aunque su verdadera contribución, indiscutiblemente, fue la de ser un parteaguas esencial en el género. Cloverfield obedecía las convenciones, pero las dilataba brillantemente: el filme de Reeves poco —o nada— tenía ver con el zarandeo elegante que sufre la cotidianidad en Actividad Paranormal, o con la fuerza dinámica pero claustrafóbica de REC. Cloverfield era un ornitorrinco, una unión entre dos fuerzas antagónicas: el cine comercial e independiente. La opera prima de Reeves tenía todos lo síntomas, parecía una película barata, pero no lo era, se mimetizaba. La percepción inicial—aunque los espacios están iluminados con meticulosidad— es la de una película modesta, acaso independiente, que pretende asustar con ingenio y no con destellos. Conforme avanza el relato, se ventila la manufactura auténtica del largometraje: hay un despliegue técnico cabal, explosiones a granel, efectos centelleantes generados por computadora, un monstruo que tiene desquiciado a Nueva York, etc. Cloverfield es un filme kaiju, probablemente inmenso, disfrazado de falsa modestia. Si la película se decantaba por esta elección estilística, es porque su talentoso productor —el inagotable J.J Abrams—comenzaba a entender mejor que nadie las inéditas posibilidades del género. Drew Goddard, el guionista, sabía que a la gente le asustaba la confección realista del found footage film, por más que la narración estuviera asentada en el absurdo o en lo fantástico, pero también comprendía que aquello que genera más miedo, es acaso la asociación, el enlace forzoso, casi inconsciente, que uno hace con los noticieros actuales. La psique, ya se sabe, puede ser traicionera. El guión de Goddard jugaba con la memoria histórica global y se beneficiaba de la paranoia antiterrorista de nuestros tiempos. El verdadero terror no es el de ser azotados por una criatura alienígena, sino el resucitar, evocar los fantasmas del once de septiembre, el once de marzo, o los de cualquier evento terrorista contemporáneo.

A Cloverfield le sucedieron un montón de películas de medio pelo, aunque también hubo obras decentes: Lake Mungo (Joel Anderson, 2008), y Trollhunter (André Øvredal, 2010). Valdría la pena apuntar que el género —quizá por su carácter amable— demostró ser capaz de mutar y, en definitiva, ser fértil. El found footage dejó de ser utilizado exclusivamente como una ventana para el horror, sirvió también, para explorar otras zonas, diversos registros: Project X (Nima Nourizadeh, 2012) y The Virginity Hit (Huck Botko, Andrew Gurland, 2010) fueron comedias pedestres sobre el despertar sexual que ya nada tenían que ver con el cine de horror aludido, no obstante, mamaban algunos de sus estatutos genéricos y los seguían a rajatabla, aunque tomándose varias licencias creativas: En Project X hay música extra diegética que viene y va según la conveniencia de los realizadores. 

End Of Watch (David Ayer, 2012), un drama policial con tintes thrillerescos, combinaba material de archivo con secuencias objetivas, lo que permitía dotar a la película de realidad, liberándola de cadenas, de reglas majaderas, enriqueciéndola de profundidad dramática. Si el director quería ver a sus personajes lejos de su trabajo —la mayoría de la película está narrada desde una patrulla— haciendo el amor, en el cine, o reventándose, abandona la subjetividad. No hay necesidad de incurrir en acciones bobas y distanciadoras: ver a un personaje, injustificadamente, acomodar una cámara antes de tener sexo para el goce de la audiencia, además de ridículo, puede ser letal para una película. Ayer, inteligentemente, no se limitaba a edificar su relato en la anécdota —como comúnmente sucede en el cine de horror—abriendo la posibilidad de examinar con mayor hondura a sus personajes. 

M. Night Shyamalan, incurrió hace unos meses en el género—por curiosidad o por desesperación— con The Visitors (2015), cinta de terror sencilla —una versión modernizada de Hansel y Gretel— sobre unos ancianos que aterrorizan a unos pubertos. Si uno de los directores más populares de la década pasada, que se encumbró con un cine de atmósferas, decidió zambullirse en los cristalinos terrenos de lo real, es porque olfateó el embobamiento del público y el fracaso de la objetividad cinematográfica. The Visitors es una película perezosa que no se preocupa por obsequiarle un pasado a sus personajes, tampoco por ofrecerle algo al público, es el triunfo del cine gandul, la epítome de la güevonería, el triunfo definitivo del found footage film en su forma más burda. ¿Cuánto faltará para qué lleguen otros conversos? ¿quién caerá seducido por la austeridad? 

El genero, indiscutiblemente atractivo, tiñe de realidad la pantalla, pero también fomenta el sobresalto y la escritura negligente. La mayoría de las películas adolecen de una masacre montajística, se sufren como un coitus interruptus. Diecisiete escenas breves en cada película simulando un accidente de operación o una caída, no son convenciones genéricas: son holgazanería creativa. 

Si la intención de los realizadores es acercársele a la realidad de la mejor manera posible, ¿por qué no filmar una película en un solo plano? ¿o con planos largos? Aunque esto supone, muchas veces, un desafio técnico, los resultados suelen ser gratificantes; la prolongación temporal suele actuar como sujetador del estrés: el suspense luce con el acompañamiento (véase el famoso plano del triciclo en El Resplandor de Kubrick). Como el género es relativamente jóven, los ejemplos son escasos, hay una evolución constante y variable. Tomemos como ejemplo a Paranormal Activity, después del boom, del éxito que envolvió su esteno, los directores tuvieron que reinventar la franquicia para darle longevidad, accidentalmente reinventando el lenguaje. David Bordwell tiene un fantástico ensayo al respecto.

La última película de Actividad Paranormal, sin embargo, fue rodada en 3D, ¿no fue acaso está decisión un ataque congénito contra la quintaesencia de la franquicia? ¿un autogol cinematográfico? Mucha de la producción masiva del género está fundamentada en los bajos costos de producción, pero también en la respuesta impetuosa de la gente. Al público parece agradarle la idea de estar viendo algo real, y aunque en teoría la tercera dimensión ofrece esa posibilidad, su evolución sigue siendo primitiva y todavía incompatible económicamente hablando. Mientras la tecnología 3D y 4D no tenga avances significativos, sus recursos seguirán pareciendo un accidente brechtiano, un tropezón involuntario que aleje al espectador en vez de acercarlo, pero llegará el día en que estos avances acontezcan e, invariablemente, esto supondrá el fin del found footage; su clavo final. Cuando la tercera dimensión llegue a esa cúspide, y se vista de realidad, el género morirá. Quizá esto suceda más pronto de lo que pensamos, solo hace falta ver una obra genial, o, tal vez, una con las suficientes ocurrencias. Rousseau decía que la paciencia es amarga, pero su fruto es dulce. No se diga más: habrá que esperar.

@arielgtz

jueves, 25 de agosto de 2016

Chronic, el gran truco




Michel Franco es un polemista nato. Si alguna certeza tenemos cuando ojeamos alguna de sus películas es que ésta, ya sea por su irritante pasividad o por su corrosividad temática, no nos dejará indiferentes. El realizador ha privilegiado la conmoción, llevándola a veces hasta el más álgido de los extremos. Franco suele ser inmisericorde con sus personajes, arrastrándolos hacia los insólitos designios de fortuna y dejándolos sin ninguna posibilidad de redención. En “Daniel y Ana” (2009), su ópera prima, dos hermanos son secuestrados por unos hampones y obligados a tener sexo; en “Después de Lucía” (2012), una blanda adolescente es victima del más belicioso bullying; en “A los ojos” (2013), una madre desesperada toma nefastas decisiones por salvaguardar la salud de su hijo. “Chronic” —su más reciente película, filmada en inglés y en Estados Unidos—, es un regreso al azoramiento de sus filmes anteriores. El director, perpetuamente cruel, vuelve a mostrarse rígido y poco piadoso con sus criaturas.

“Chronic” comienza con un elegante punto de vista desde un automóvil —un remedo del plano inicial de “Después de Lucía”—: un hombre (Tim Roth), de rostro maltratado y mirada gastada, observa a una bella chica salir de un garage. Permanece en silencio. Este sigilo que muestra el hombre, su inexpresividad, es una especie de proyección de lo que la película nos ofrecerá en los noventa minutos siguientes. Franco, cada vez más habilidoso y maduro en el lenguaje cinematográfico, plantea el tono de su película desde este primer plano. Desde este momento, el total de los planos sucedáneos estarán marcados por la reserva y la contención.

David —el hombre del auto— es un quincuagenario enfermo que cuida a pacientes en estado terminal: los alimenta estoicamente, los baña con delicadeza, limpia sus heces, los escucha con atención. Siempre se muestra calmado y parsimonioso. En su hogar, se limita a dormir y a husmear en las redes sociales, donde espía a una atractiva joven. Franco nos muestra todas estas acciones descarnadamente, pero con distancia: la cámara permanece alejada la mayoría de las veces. Esta decisión —acaso antropológica— nos permite ver las acciones con precisión y sin manipulaciones montajísticas. Las imágenes son siempre crudas, pero, a diferencia de sus filmes anteriores, Franco decide aligerar la carga drámatica de su película con algunos chispazos cómicos, aunque no siempre efectivos: el gag de David mostrándole un video pornográfico a uno de sus pacientes se vuelve repetitivo y termina por diluirse.

En esta última escena mencionada —aunque con las costuras visibles— se nos revela un Michel Franco distinto: uno en plena consciencia del cine que hace. El director sabe que sus películas distan de ser fáciles. “Chronic” es clara en su propósito hacia el espectador: busca exasperar hasta al hartazgo, asquear, irritar, y finalmente, impactar. Éste ha sido el sello de característico del realizador. Todas sus películas anteriores han seguido el mismo camino: los personajes son maltratados inclementemente y, como espectadores, asistimos a su degradación física y moral. Narrativamente, también permanece fiel a sus preceptos: Franco siempre es asiduo de la convulsión. En su filmografía el shock value es regla y, generalmente, este artificio está representado por una gran e importante escena. Si bien estas escenas cumplen su cometido en el sentido más elemental —en el de sobresaltar—, su gratuidad arruina los demás aciertos del director, generalmente postrados en su incuestionable talento para colocar la cámara y exprimir lo mejor de sus actores.

Esta necedad por tener un ‘grand finale’ e impresionar burdamente al público, probablemente se deba a una lectura errónea que el cineasta le ha dado a la filmografía de Michael Haneke, acaso el autor fílmico de moda en la actualidad. Franco —como Amat Escalante y el Enrique Rivero de Parque Vía— ha olvidado que si las escenas del austriaco son impactantes, no se debe únicamente a cierto rigor formal y al destapamiento brusco de elementos violentos, sino a que el cine del austriaco está repleto de ideas ocultas, casi como un ensayo fílmico enmascarado, y a que, sobretodo, cuenta con una confección dramática impecable. Si el final de “Amour” (2012) se nos revela eficaz, no se debe a su violencia, sino a la empatía que sentimos por la pareja de ancianos. Otra vez, el director —que ya había calcado una escena de “Funny Games” en “Después de Lucía”— no escatima en homenajear (¿plagiar?) a su ídolo.

Franco carece de imaginación para dotar a sus personajes de un arco dramático coherente, el suyo es un cine de acciones. Sus personajes, ya se sabe, sufren las peores vejaciones, pero nunca sabemos qué les sucede internamente: permanecen secuestrados por la abulia. Hay una monotonía emocional que imposibilita conectar con ellos. Hay una ausencia de fondo. Ante estas graves carencias, se opta por el recurso más simplón: el gran truco. El final —del que se comentará hasta al hartazgo— es de una pereza enorme y de una crueldad absoluta.

“Chronic” tiene una rigurosa y elegante puesta en cámara y Tim Roth está extraodinario, pero los tics negativos del director terminan por enflaquecer la película. La decrepitud impúdica, la cual atestiguamos con horror a lo largo del filme, es espejo del cinismo que muestra el director ante su público. El cine de Franco es el cine de la crueldad. Y mucha.


El callejón de las desgracias

La calle de la amargura (Arturo Ripstein, 2015).


Arturo Ripstein ha sido, acaso, el director nacional más vilipendiado de las últimas décadas. Los detractores —que no son pocos— señalan un empecinamiento formal en su obra: la obsesión del realizador por filmar la mayoría de sus escenas en planos secuencia, el uso excesivo que hace de los fundidos a negro, los anacronismos musicales. Sin embargo, si ha exisitido un divorcio entre Ripstein y la crítica mexicana, ha sido mayormente por motivos temáticos y no estéticos. La inclinación por la sordidez y la tradición melodrámatica a la que Ripstein ha permanecido fiel desde el inicio de su obra, ha resultado irritante para muchos. La calle de la amargura —su más reciente película— es fervorosamente leal con todas estas obsesiones; en ella pululan las mismas inquietudes que el cineasta ha tenido desde siempre: la exaltación de la fealdad, el travestismo, las relaciones edípicas, los personajes en encrucijadas morales, el patetismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Ripstein, inconscientemente, ha venido filmando obstinadamente la misma película una y otra vez desde hace tiempo. La calle de la amargura es la prueba irrefutable de su repetición.

El relato —basado en un crimen real— no podía comenzar de otra manera: en un mugriento barrio deefeño. Adela (Patricia Reyes Spíndola) y Dora (Nora Velásquez) son dos prostitutas caducas que viven afligidas por la falta de empleo. La primera vive en un cuchitril donde abusa de su decrépita madre; la segunda mantiene a un travestido y agresivo holgazán (Alejandro Suárez). Ambas viven oprimidas por la abyección que las rodea, motivo por el que idearán un elemental plan de salida: un timo a dos enanos luchadores, Akita y La Muerte Chiquita . El plan, previsiblemente, devenirá en catástrofe; igual de previsible será también el hundimiento moral de las protagonistas.

Varias historias convergerán a partir de este punto: el de la madre de las victimas (esperpéntica, Silvia Pasquel), la de los impetuosos policías (Alberto Estrella, Victor Carpinteiro), y hasta el de una agraciada empleada de farmacia. La narración, sin embargo, se decantará por el barroquismo formal en vez de desarrollar coherentemente las historias; los diálogos literarios de Garciadiego, la fotografía preciosista en blanco y negro de Alejandro Cantú. La cámara registra los silencios de los personajes, las reacciones, los tiempos muertos, pero no se detiene jamás a entender el porqué de sus acciones. El mundo —parece decirnos el relato— es un lugar irreparable.

El guion de Paz Alicia Garciadiego —que transita por la arbitrariedad y el fatalismo— despoja a todos los personajes de humanidad. No hay espacio para el afecto sin que este sea infractor o excéntrico. La madre de los luchadores es permisiva y abnegada; el amante de Dora es un cabrón malagradecido; la adolescente es cruel y materialista; el amor fraternal de los los luchadores es casi incestuoso. Ripstein y Garciadiego subvierten los arquetipos del melodrama, pero cayendo en excesos. El relato termina guareciéndose en el estereotipo y la porno-miseria: todos los hombres son alcoholicos y misóginos; todas las mujeres concupiscentes; todos son frikis y, en cierta medida, perversos. No hay espacio para la redención en el universo ripsteiniano. Este miserabilismo —una especie de cruza esquizoide entre el cine buñueliano y el jodorwskyano —termina por ser exasperante.

Richard Brody —en una implacable crítica a The Revenant, de Alejandro González Iñarritu— decía elocuentemente que la falta de comicidad es un signo de crisis de ideas, de insuficencia creativa. Si la experiencia de La calle de la amargura es fatigosa, es precisamente porque está exenta de hilaridad, porque sus personajes habitan en el flagelo absoluto. Existe, sin embargo, un pequeño comentario humorístico en los créditos finales; el tema musical —México, una canción socarrona de Luis Mariano— pretende ser un comentario irónico sobre la situación social del país. México, parece decirnos Ripstein, es un país habitado por seres despistados y atolondrados, es un lugar donde el envilecimiento puede surgir a la vuelta de la esquina. Donde nada funciona. ¿De verdad era necesario hacer un comentario político en la cinta? Si bien es innegable que la situación social del país es catastrófica, los personajes ripsteinianos parecen estar a años luz de nuestra realidad. Esta falta de matices, este análisis de brocha gorda, es una de las principales características de los melodramas simplones y mal ejecutados. La calle de la amargura, un filme tempranamente avejentado, parece cumplir estos estatutos a rajatabla.