Sentir el cine: un listado honesto.
No son pocos quienes desdeñan los listados de fin de año. Muchos críticos suelen
descalificar estos ejercicios acusándolos de ser estériles y narcisistas; los más
cínicos vociferan argumentando que es imposible abarcarlo todo en tan solo unas
líneas. El objetivo de estas listas, aparentemente sencillo, siempre suele guardar
un dejo de grandilocuencia: la instauración de un nuevo canon. Los listados, como
la crítica, son un intento de definir lo clásico: elegir las obras que serán
salvaguardadas contra la brutalidad del olvido. Esta misión presuntuosa más que
ser una simplificación del año fílmico, es una consagración. El cónclave se celebra
religiosamente cada diciembre; los clérigos llaman a sus devotos y dictan la
eucaristía.
Los resultados a veces son insólitos: películas fantásticas son ignoradas y filmes
insignificantes son encumbrados en lo más alto. El capricho es convocado y
celebrado. ¿Cómo, entonces, abordar una lista sin tropezarse con la parcialidad?
Esta empresa parece ser un despropósito; la crítica rara vez es desinteresada:
siempre explora las curiosidades del escritor, autodefiniéndolo en el proceso.
Tiende puentes, pero también los dinamita. Los críticos, muchos lo olvidan, son
mucho más que masa encefálica y tejido neuronal tratando de articular una idea.
Si la subjetividad es indisociable de la crítica, mucho menos un listado de fin de
año, que parece encerrar en su génesis todos los vicios del mundo. Escribir un top
10, un listado numérico, es desechar, ignorar y en muchas ocasiones ser
partidario de la lisonjería. Es una misión tramposa y que en ocasiones reduce el
fenómeno cinematográfico a una competición olímpica o que tiene más en común
con un espectáculo mercantil.
Hay listados, más honestos, que hablan desde el corazón. Imposible no hacerlo:
ciertas películas, como los enamoramientos, se meten de golpe. A veces es difícil
entender que es lo que nos embruja de ellas; son tormentas incontrolables que
nos dejan pasmados. La labor del crítico es precisar estas sensaciones y
transcribirlas en pensamientos racionales, aunque esto muchas veces sea
imposible; el enamoramiento siempre es irracional y solamente fiel a su propia
lógica. Los listados, por esto, siempre serán arbitrarios y absurdos. Esta es la
única manera de leerlos.
En el listado que me ha sido encomendado, propongo suprimir los números, pero
también el pudor. Nombraré los sitios en que vi las películas, algo sobre mi estado
emocional al momento de verlas y otros detalles que pudieran ayudar a entender
al lector el porqué de mi elección. Es un listado diferente: confesional, libre y
honesto; si algo es desconcertante en algunas listas es su falta de transparencia:
la incapacidad del critico para justificar su elección. Esto, se debe, a que el gusto
muchas veces es indescifrable. ¿Cómo explicar que a muchos el hígado vacuno
les parece una exquisitez, mientras a otros les parece algo execrable? El
psicoanálisis podrá intentar comprender esto, pero eso, ya se sabe, corresponde a
un asunto de fe.
Esta, pues, es mi lista de las películas más importantes del año. Las cintas que
nombraré a continuación me estimularon intelectual y emocionalmente. Son,
algunas de ellas, películas que me acompañarán en los años venideros, aunque
eso, todavía me es imposible saberlo del todo. El tiempo, decía Borges, es el
único antologista, o el único, tal vez.
El peral silvestre (Nuri Bilge Ceylan, Turquía)
Había leído comentarios variados de la cinta antes de decidirme a verla. A pesar
del entusiasmo que tengo por el cineasta turco, la larga duración me desalentaba
(188 min). Pensé, debo confesar, que era una mejor idea ver la película por
televisión. Fue un amigo el que me animó. Acudí por la tarde al Cinépolis Diana -
un cine céntrico de la ciudad de México- algo ansioso por querer ir a beber y más
expectante por el partido de futbol que se celebraría esa noche. Cuando salgo de
la sala, todo me parece distinto, como pasado por un filtro extraño. Ceylan, deudor
del cine de Tarkovsky, igual que en Sueño de invierno (2014), opta por hacer un
filme hiper dialogado y repleto de conversaciones filosóficas. Mi sensación al dejar
la sala es la de haber tenido un “momento”, como si se abandonase un recinto
sagrado. El mundo se ha transformado. Pienso en mi padre, con quien no siempre
he tenido la mejor de las relaciones. Pienso en el durante el trayecto de regreso.
Pienso. Pienso. Pienso. Le marco por teléfono.
Cold war (Pawel Pawlikowski, Polonia)
Espero en una larguísima fila a las afueras del palais des festivals en Cannes. El
calor no amaina y comienza a volverse insoportable. Hay una gran expectativa. El
primer pase de prensa arroja comentarios extremadamente positivos: “es una
joya”, le escucho decir a una reportera inglesa. Entro al teatro lumiére y quedo
deslumbrado con la fotografía y con un par de secuencias que me parecen
monumentales. La película, sin embargo, no me atrapa y decido dedicarme a
pensar en otras cosas: revisar mi presupuesto del viaje, pensar en una visita
próxima que haré a Barcelona y, sobre todo, planear la proyección que estoy
próximo a dar. Es hasta que mis colegas se desviven en elogios hacia la cinta que
comienzo a repensarla y a prestarle algo de atención. Me gusta. Pasan los días.
Me gusta un poco más. Comienzan a hechizarme por las noches Tomasz Kot y
Joanna Kulig, que no dejan de recordarme a Mastroiani y a Jeanne Moreau en La
Notte (Antonioni, 1961). Pasan meses. La cinta va creciendo dentro de mí. Vuelvo
a ver la película durante el festival de Morelia, esta vez entusiasmado y algo
emocionado por ver la respuesta mi novia y J, un querido amigo colombiano. A los
dos les encanta: la discutimos apasionados en un puesto de tacos. Pawlikowski,
cineasta elegantísimo, ha filmado la mejor de sus películas, un amargo relato
sobre los vaivenes de la historia; un filme encantador y entrañable. Le digo a mi
novia terminando la función, todavía afectado por el final: “no nos separemos
nunca, ¿no?”. Me sonríe.
Las Herederas (Marcelo Martinesi, Paraguay)
Son las doce del día. Tomo un taxi rumbo a la cineteca nacional. Estoy contento
porque desde hace unas semanas espero ver Las Herederas con impaciencia.
Tengo el extraño presentimiento que será genial. Vi un tráiler lacónico en internet,
pero que parece estar en consonancia con mi estado emocional y mis intereses
del momento. Entro al cine expectante, como hace mucho tiempo no hacía. Apago
mi celular y me sumerjo en la oscuridad de la sala. La cinta no decepciona: me
encanta. Me da algo de envidia ¡qué manera de debutar! Regreso en metro a mi
casa feliz y pensativo. Las herederas me parece maravillosa, acaso la mejor
película latinoamericana del año. La ópera prima de Martinesi es un relato sencillo,
casi anecdótico, sobre la decadencia de la aristocracia paraguaya, pero también
una cinta sobre la emancipación y la fragilidad de la vida. Todo es narrado con un
pulso firme y con una sutileza atípica en un director debutante. La actriz principal,
Ana Brun, da una actuación extraordinaria. Tiene un aire que me recuerda a mi
difunta abuela. La siento cercana, pienso, mientras llego al metro Copilco.
Nuestro Tiempo (Carlos Reygadas, México)
Me reúno con un amigo al que he dejado de frecuentar -llamémosle P.G.-, pero al
que quiero mucho. Nuestra visión de lo que es el cine -o debe serlo- es bastante
afín, y eso, no es poca cosa para dos jóvenes cineastas. Nos vemos a las diez de
la mañana: ambos lucimos cansados, pero entusiasmados. Hemos idolatrado y
seguido a Reygadas desde que nos conocemos. No volteo a ver a P.G. durante la
proyección: siempre he detestado saber que es lo que piensan mis acompañantes
antes de que las cintas terminen. Sin embargo, en una de las secuencias más
hermosas -una epístola que viaja sobre la Ciudad de México-, P.G me toma la
pierna y aprieta con todas sus fuerzas emocionado, como si estuviera a punto de
entrar en una crisis. La cinta nos deja a ambos impactados. Nuestro Tiempo es
genial y caótica, llena de momentos luminosos. Reygadas filma con precisión la
naturaleza: el desmembramiento de un burro, el pasar del viento, la apacible vida
de los toros y el devenir de una familia. Hay momentos de genuina poesía. Es en
el hogar donde la cosa se torna más truculenta: hay diálogos chocantes,
situaciones incómodas -la pareja de la película es interpretada por Reygadas y su
esposa- y también, hay que decirlo, ciertos desatinos. La sensación cuando ha
terminado la película es que se ha visto algo prohibido, endosado solamente a los
más voyeristas. Cine provocativo, sin gratuidades, ni concesiones. P.G y yo
abandonamos la sala, devastados. Primero no decimos nada, después, nos
sumimos en una platica que durará horas y donde emergerán varios momentos
catárticos. Dato curioso: desde que vimos la cinta, P.G. y yo hablamos casi todas
las semanas.
Rostros y lugares (Agnés Vardá, Francia)
Oda a la vida bucólica francesa hecha con humor, simplicidad e ingenio. Vardá
escucha a los campesinos, los observa, juega y siente con ellos, de paso,
elevándolos a figuras mitológicas. La mirada es empática y humana: difícil no
contagiarse. Veo la película en casa de mi novia por un sitio ilegal de películas en
internet. Cuando termina la cinta -hay un final descorazonador que involucra a
Godard- los dos tenemos los ojos llorosos; vamos a la sala y cada uno abre una
cerveza. Lo que sigue después es una de las tardes más entrañables del año:
platicamos sin tapujos y nos emborrachamos, en medio de ginebra, nostalgia y
cigarros.
Hasta los dientes (Alberto Arnaut, México)
En mi natal Saltillo, se exhibe esta película sobre dos estudiantes asesinados en
Monterrey, la ciudad colindante. Uno de ellos es mi paisano. Rara vez voy al cine
en mi ciudad y siento que tengo un deber moral en asistir. Me imagino a la sala
abandonada y se me rompe el corazón. Llego puntual y me llevo una grata
sorpresa al ver que bastante gente acude a la función. El documental, una de las
cintas de denuncia mejor narradas de los últimos años, me destroza el alma. No
es impotencia, sino rabia: el papel indolente de las autoridades escolares, la
mezquindad del ejército mexicano, la descomposición del tejido social en el norte
del país. La película es como un batazo en la cabeza; conozco a varias personas
imputadas de encubrir el crimen que aparecen en la película, reconozco las calles
donde viví y, lo peor: la frustración de los familiares de las víctimas me recuerda a
los míos el día que descubrimos que mi prima había sido asesinada. Lloro
saliendo de la sala. Por la noche, me emborracho salvajemente con ron: voy a la
cama intranquilo y devastado. Me pregunto: ¿cuántos casos más así existirán en
México?
Ana, mi amor (Călin Peter Netzer, Rumania)
Filme juguetón y laberintico, reminiscente a Blue Valentine (Derek Cianfrance,
2010), ese desmoralizador filme que a muchos nos rompió el corazón. Esta cinta
rumana, sin embargo, es mucho más intrincada: todo sucede durante una sesión
de psicoanálisis, lo que vuelve a los recuerdos del personaje inciertos. Todo
parece enquistado de neurosis o adulterado. Las posibilidades interpretativas son
infinitas. Obra que explora las relaciones de pareja, las trampas de la memoria y el
poder de la psique; filme rumano extrañamente apolítico, doloroso, emotivo.
Después de verlo en la cineteca un domingo por la noche, recuerdo no parar de
hablar por más de dos horas seguidas, como imitando al personaje principal. Mi
novia me escucha. Le hablo de la posibilidad de retomar las sesiones con mi
exanalista. Al terminar de parlotear, me siento aliviado. No siempre se puede ver
una buena película. No siempre te pueden escuchar.
Aniquilación (Alex Garland, EUA)
Obra de ciencia ficción metafísica que es también una película pirotécnica y un
filme de aventuras; cinta compleja y profunda, pero de fachada liviana. Mi sorpresa
es mayúscula al verla. Hay una secuencia en particular que me obsesiona: una
mujer se desvanece y se fusiona con la criatura que le mató. De la criatura -una
suerte de oso mutante- emana la voz suplicante de la mujer. La escena me
provoca escalofríos y me impide dormir. Trato, pero no lo consigo. Veo un filme
húngaro para adormilarme, pero sucede lo contrario: el filme me gusta (En cuerpo
y alma, Ildiko Enyedi) y termino durmiéndome a las seis de la mañana. Meses
después de la primera vista convenzo a mi hermana y a su marido de verla. La
discutimos en la terraza de la casa entusiasmados y descubro que la cinta es
mucho más rica de lo que creía. Tiene una dimensión religiosa, dice mi cuñado
con seguridad. Yo escucho, fascinado y agradecido, primero de una linda familia,
segundo, de que exista el buen cine.
Ariel Gutiérrez Flores
DICIEMBRE, 2018